Existió hasta los años sesenta, en un lugar ahora cubierto de fraccionamientos modernos en el norte de la ciudad, una enorme casa, era de un piso y con un techo de dos aguas; con tejas rojas y una hilera de diez o más puertas con vista al frente, una tras otra. La construcción no presentaba pues mayor gracia que la de parecer muy vieja. Estaba rodeada de campos de cultivo, sin trabajar en aquel entonces, los cuales colindaban con el Boulevard Hidalgo y llegaban casi a la ribera del Río de los Gómez.
Tal vez ese galerón había conocido mejores tiempos, pues una antigua leyenda habla de un próspero matrimonio que allí conoció la felicidad y la tragedia.
Existía un delicado jardín, allá por el Siglo XVII, las paredes encaladas, las tejas rojas y frescas y un camino bordeado de altas milpas y árboles frutales, en el cual Don Roberto llega después de un viaje a la Ciudad de Guadalajara, viaje que duró menos de lo que había pensado.
El capataz, que debía estar vigilando los trabajos de la hacienda, recibió un tiro en la frente, mientras que la bella e infiel Eula1ia sufrió más.
En la entonces villa leonesa, corno una noticia entre las familias acomodadas, Don Roberto, para salvar su honor, les dijo que el capataz habría tratado de
violentar a doña Eulalia y ella había preferido darse un disparo en el rostro, que sufrir el ataque de esa bestia, por lo que Don Roberto solamente había hecho justicia.
El funeral fue rápido, la caja cerrada para no mostrar la horrible destrucción del bello rostro de la señora. Don Roberto se trasladó otra vez y para siempre a Guadalajara, pues de allá era su familia, y nunca quiso volver.
Pero la otra historia de la tragedia, más interesante, circuló entre la gente del pueblo, los amores de Fermín el capataz y la bella dama, historia que pareció confirmar días después un hecho sorprendente.
Terminado el novenario de la difunta, Doña Manuela, la criada de confianza de la familia, abrió la casa grande, cerrada desde los asesinatos, para cumplir con el encargo de Don Roberto de recoger los objetos de valor para enviárselos a su nuevo domicilio.
Lo que contó la mujer con unos ojos de loca que nunca recuperarían la normalidad fue que, al entrar a la sala de visitas encontró, colocado en el centro y rodeado de cirios encendidos, un ataúd, idéntico al de Doña Eulalia.
Por curiosidad lo abrió y dentro de él, encerrada tras una urna de cristal, a la señora muerta, pero viva entonces, pues a pesar de tener amarradas las manos y la boca, hacía esfuerzos desesperados por salir, por lo que Doña Manuela trató de abrir el féretro, pero le fue imposible y salió a llamar a los trabajadores de la finca, pero cuando acudieron ellos, no se encontró nada.
Doña Manuela terminó loca, o al menos así se quiso considerar. por las buenas conciencias de la ciudad.