Alhondiga de Granaditas

200 Años de la Toma de la Alhóndiga en Gto.


Alhondiga de Granaditas El día de hoy, 28 de Septiembre del 2010 se cumplen 200 años exactitos de la primera batalla importante entre las tropas insurgentes de Miguel Hidalgo y Costilla contra las tropas realistas comandadas por el Intendente Riaño en la ciudad de Guanajuato.

A continuación transcribo una nota del Periódico AM en la cual se hace referencia a este hecho histórico sucedido hace exactamente 200 años:

La toma de la Alhóndiga de Granaditas por parte de los insurgentes fue una masacre con furia y saña, que dejó cadáveres desnudos revueltos con alimentos. Con 50 mil hombres levantados frente a 400 españoles, entre soldados y civiles, fue la primera batalla, y el primer gran triunfo del Ejército de Hidalgo contra los realistas, pero también el inicio de la destrucción de la ciudad de Guanajuato.

 

Son poco antes de las 12 del día, dice Alamán; a la una de la tarde sostiene Bustamante; un numeroso grupo de indios que portaban pocos fusiles viejos y parchados, y la mayoría armados con machetes, lanzas, palos, toscos instrumentos de labranza, cuchillos, hondas, arcos y flechas; mezclados entre ellos algunos dragones del regimiento de la Reina de San Miguel el Grande y del regimiento de infantería de Celaya; entraron por la cañada de Marfil a la calzada de Nuestra Señora de Guanajuato, ahora parte final de la calle Juárez.

Pasando la delantera de la columna el puente del mismo nombre de la calzada, llegando hasta frente a la trinchera de la cuesta de Mendizábal, mandada por Gilberto Riaño, éste ordenó tres veces hacer alto, pero como el compacto grupo siguió avanzando, dio la orden de hacer fuego, y todos los parapetados en la trinchera y en las bardas y noria de la hacienda de Dolores dispararon sus fusiles, cayendo tres indios muertos y algunos heridos, los demás retrocedieron con precipitación.

En la fuga desordenada una vecina de la ciudad les dijo que fuesen a la cúspide del cerro del Cuarto y hasta los guió. Otros grupos de insurgentes, armados con lo que pudieron, a los que se les había unido el pueblo guanajuatense, fueron colocándose en las partes altas y azoteas de casa desde las cuales se veía la Alhóndiga.

Algunos subieron a los cerros por la hacienda de Pardo y bajaron al Centro de la ciudad por los callejones de los cerros del Venado y San Miguel.

Otros, sobre todo guanajuatenses, en el río de Cata quebraban piedras y las entregaban a otros, que las subían a donde se necesitaban.

Los soldados del regimiento de Celaya, que voluntariamente se habían unido a Hidalgo al paso de éste por esa ciudad, tomaron como parapetos las casas cercanas al castillo, que estaban en la falda del cerro del Cuarto, y desde ellas dispararon fusiles.

Un bien nutrido contingente de abajeños, armados con lanzas, sables o machetes, reatas, cuchillos y tranchetes llamados desjarretaderas, unidos a los dragones del regimiento de la Reina, que desde San Miguel el Grande se habían unido a los insurrectos, con un buen contingente de indios y mestizos a pie, encabezados todos por Don Miguel Hidalgo y Costilla y el estandarte con la imagen de la Virgen de Guadalupe, cabalgando por el camino del rancho de la Yerbabuena, llegaron a la hacienda de Rocha, presa de Pozuelos y pasaron por el cerro del Venado por cuyos callejones bajaron los de a pie con rumbo a la ciudad, mientras los de caballería, que serían como dos mil hombres, seguían por el cerro de San Miguel hasta el de las Carreras y entraron a la ciudad de Guanajuato por el callejón del Tecolote; continuando por ella matando, gritando y saqueando.

Así, al pasar la columna por la plaza de La Compañía, saquearon una tienda de dulces que estaba frente a la iglesia de los extintos jesuitas y en ese tiempo de los felipenses.

Luego, al pasar por la parte de atrás de las casas reales, por la calle de Alonso, donde estaba la cárcel, dejaron libres a todos los presos de ambos sexos, que eran cerca de 400 delincuentes de todos grados. Los reos hombres se unieron a los insurgentes.

Por todos lados de la ciudad se veían banderas de todos colores, con estampas de la Virgen de Guadalupe, lo que indicaba que los portadores eran insurgentes.

Matan a intendente Riaño; reina el caos

En este momento comenzó el ataque a la Alhóndiga de Granaditas, dirigido personalmente por Don Miguel Hidalgo y Costilla y sus subalternos, quien montado a caballo y con una pistola en la mano recorría todos los puntos necesarios dando ánimo a sus gentes, lo que fue afirmado por varios testigos de vista.

Muy al inicio de la refriega el intendente Riaño recibió una pedrada en la mejilla izquierda, que le sangró mucho.

La trinchera que más peligro tenía era la de la calle de Pocitos, mandada por el capitán español Pedro Telmo Primo, quien ya estaba herido de una bala, debido al mayor número de gente que la atacaba. El intendente Riaño creyó necesario reforzar dicha trinchera, por lo que personalmente, acompañado sólo por su ayudante el criollo José María Bustamante, sorteando una lluvia de piedras que los indios arrojaban desde el cerro del Cuarto, llevó 20 españoles armados hasta el parapeto en peligro, de donde el intendente volvió a la Alhóndiga y estando ya en la puerta recibió una bala de fusil arriba del ojo izquierdo, que hasta los sesos echó por las narices, cayendo muerto ipso facto, dicha bala salió del cráneo del intendente y descalabró a un cabo del batallón de Guanajuato que estaba a sus espaldas. El mortal tiro fue disparado desde una ventana de una casa situada en la plazoleta de la Alhóndiga, ahora nombrada plaza Casimiro Chowell, y se cree que el autor fue un sargento del regimiento de Infantería de Celaya.

Con rapidez recogieron el cadáver y lo trasladaron a la troje número 21 donde hubo una escena muy dolorosa, pues abrazado al cuerpo de Riaño su hijo Gilberto, trató de matarse con una pistola, pero los que estaban presentes lo impidieron, ofreciéndole en cambio ponerlo en el lugar de más peligro a fin de vengar la muerte de su progenitor; este ofrecimiento lo calmó y fue a ponerse en el lugar donde más daño podía causar a los insurgentes.

La muerte del intendente cundió por todo el edificio e introdujo la confusión, el temor, división y discordia entre los defensores de la Alhóndiga. Todos querían mandar, ninguno reconocía subordinación. El asesor de la intendencia, el licenciado Manuel Pérez Valdez, hispano alegando que la ordenanza de intendentes establecía que la falta de propietario sería cubierta por el asesor, proponía que abdicaran. El mayor Diego Berzábal, al contrario, sostenía que siendo aquel un cargo militar, conforme a las ordenanzas respectivas, él debía ser designado por ser el militar de más alto rango y su convicción era que se sostuviera al ataque.

En la Alhóndiga todo era confusión, nadie obedecía a nadie; sólo la tropa seguía reconociendo a sus jefes, pero con deseos de volteárseles. Todos mandaban, gritaban, pedían clemencia y confesión. Unos pedían rendición otros defenderse hasta morir.

Mientras tanto el ataque aumentaba; los situados en el frontero cerro del Cuarto arrojaban con las manos y hondas tal cantidad de piedras sobre la Alhóndiga, que pronto se elevó el nivel del piso de la azotea más de una cuarta por la cantidad de piedras caídas. Para proveer a los arrojadores, como ya se mencionó, gran número de indios camperos y gente de Guanajuato, del lecho del río de Cata tomaban las piedras rodadas y las llevaban hasta lo alto del cerro del Cuarto.

Otro tanto sucedía desde los cerros de El Venado y de El Gallo, aunque los proyectiles desde allí lanzados no causaban tanto daño, por la mayor lejanía.

La azotea pronto se despobló y se abandonó su defensa. Las trincheras que tapaban las calles fueron imposibles sostenerlas por el ímpetu de los atacantes. Los defensores fueron mandados retirar al interior de la Alhóndiga y el capitán Escalera ordenó cerrar la puerta; por lo tanto los civiles que defendían la hacienda de Dolores quedaron reducidos a sus propias armas y astucia. La caballería del regimiento del Príncipe que estaba situada en la cuesta del río de Cata, pronto fue despedazada y sus rasos se unieron a los atacantes.

Abandonadas las tres trincheras que tapaban las calles que conducían al castillo y la azotea del mismo; por todas partes en total desorden y gritería, se precipitó la muchedumbre a la cual venía unida la gente minera guanajuatense y llegaron hasta las recias paredes de la Alhóndiga.

“Los que delante estaban eran empujados por los que seguían, sin que les fuese posible volver atrás. Ni el valiente podía manifestar su bizarría, ni al cobarde le quedaba lugar para la huida”.

La caballería del regimiento del Príncipe fue totalmente destruida, casi comprimida por la presión de la compacta multitud, al grado que no pudieron hacer uso de sus armas, lanzas, sables y caballos. La tropa que era el pueblo, se unió a los insurgentes. Su comandante el capitán Castilla pronto murió; sólo el teniente de la compañía del regimiento del Príncipe, destacada en Irapuato, y vecino de ese lugar, José Francisco Valenzuela, subió y bajo por tres veces la cuesta del río de Cata, defendiéndose con su espada y golpes de su caballo, pero arrancado por lanzas de su montura y suspendido en el aire por ellas, todavía mató a algunos que se le acercaban, gritando antes de morir ¡Viva España!

Había una tienda en la esquina formada por la calle de Pocitos y callejón de los Mandamientos, llamada “La Galarza”, donde entre otras cosas se vendían, rajas de ocote, que son partes resinosas de las pinaceas, que se usaban para alumbrarse a acelerar el fuego. Como la tienda estaba bien cerrada y atrancada por dentro, el pueblo rompió las puertas, tomaron todo el ocote y lo que fuera flamable y con el cuidado debido se acercaron a la puerta de la Alhóndiga y le prendieron fuego.

Desde luego que el comandaba esa labor era el Pípila, barretero de la mina de Mellado, quien protegidas las espaldas y cabeza con una losa y una tea encendida en las manos, daba ánimos a sus seguidores, usando la terminología propia de nuestro pueblo.

En El Pípila Héroe popular de la insurgencia ( 1990) escribí que “un minero de Guanajuato, que desde tiempo atrás servía a los conjurados del correo, al cual apodaban Pípila, fue destinado a quemar la puerta de la Alhóndiga; se le dotó de lo necesario, como brea, aceite, ocote, leña, lumbre, reata y desprendiendo una losa de la banqueta de la tienda llamada “La Galarza”, haciendo mecapal con los mecates, montó el Pípila la losa sobre sus espaldas, sujetándola de la teste, de tal manera que le cubría la cabeza y tronco, y empezó a bajar con dirección a la puerta: para protegerlo los insurgentes dirigieron sus proyectiles con dirección a donde había enemigos apostados, que podían impedir su llegada.

Así bajó con paso firme, losa y mecha encendida. Los encerrados en el castillo de Granaditas, notando tal maniobra, sospecharon lo que intentaba y a pesar del enjambre de piedras y balas que caían de la azotea, subieron a ella y dispararon balas y monedas y arrojaron multitud de granadas, hechas con los frascos metálicos.

El destinado seguía bajando, y aunque algunos de estos frascos, hechos bombas, le cayeron sobre la losa que iba inclinada, rodaron y estallaron lejos de su cuerpo, no haciéndole ningún daño. Llegó a la puerta, la untó de aceite y brea, el arrimó leña y le pegó fuego.

Otros mineros cubiertas con losas sus espaldas, se acercaron a donde el edificio tiene tres pisos, tratando de romper la bóvedas de las trojes de abajo para llegar a la que están a la altura del patio de la Alhóndiga y poder entrar a éste.

Lucha frenética entre el pueblo y españoles

Los de adentro, desesperados, unos arrojaban por las claraboyas los frascos de hierro para transportar el azogue, que habían preparado como granadas. Explotaban y derribaban a muchos y momentáneamente dejaban un hueco, que luego volvía a cerrarse por la presión de los demás. Muchos de los caídos morían asfixiados por el numeroso contingente que los pisaba.

Por lo tanto viendo el sargento mayor Berzábal que ya se habían lanzado hasta 15 de esas bombas, sin lograr que los atacantes retrocedieran, comenzó a pedirles a los españoles que se rindieran.

La falta de cabeza única dentro de la Alhóndiga hacía que cada uno ejecutase lo que creía conveniente; así Gilberto Riaño, empapado en llanto por la muerte de su padre, pero con deseos de venganza, acompañado por el criollo Miguel Bustamante y otros, arrojaban los dichos frascos y causaban muchos muertos; el asesor Manuel Pérez Valdez ponía un pañuelo blanco en un palo que sacaron por una claraboya; Don Bernabé Bustamante subió a la azotea con una bandera blanca, luego un sacerdote portando otra bandera y un Cristo; a ninguno hicieron caso, pues el pueblo, al ver estas dos actitudes juntas, una pidieron paz y otra matando gente, atribuyeron todo a pérfida y mala fe, lo que a los atacantes más enfurecidos perdieron toda idea de clemencia y además; según nos dice Bustamante, recibieron orden de sus jefes inmediatos de no perdonarle la vida a nadie.

El asesor de la intendencia hizo descolgar por una claraboya a un soldado, quien llegó muerto y hecho pedazos al piso de la calle. Luego protegido por su carácter sacerdotal, sacaron descolgándolo por una reata al padre Martín Septiem, quien llevaba un cristo en las manos; la imagen voló hecha mil fragmentos y el religioso usando como arma la cruz que le había quedado en las manos, logró escapar por entre el pueblo, aunque muy mal herido.

Este eclesiástico que era tío de Lucas Alamán, a la medianoche de ese día, fue con todo sigilo a la casa de la madre de Lucas, que estaba en la Cuesta del Marqués, abajo de la plaza mayor, disfrazado con ropa que usaba el pueblo, para que le curasen las heridas.

El pánico que existía en el interior de la Alhóndiga hacía que muchos españoles arrojaran hasta dos talegas de monedas por las claraboyas, a fin de tratar de aplacar al pueblo insurrecto, lo que despertaba más la codicia; otros pedían que se rindiesen y otros, sobre todo mujeres, pedían la absolución a los sacerdotes que había; algunos arrojaron papeles pidiendo paz, otros trataron de mandar un oficio al cabildo, cuyos miembros, como criollos que eran, se habían negado a encerrarse dentro de la alhóndiga, para que a nombre de los habitantes de Guanajuato pidieran la paz, pero no encontrando quien tuviera el arrojo de descolgarse por una de las claraboyas que daban a la hacienda de Dolores, escogieron a un religioso, quien dejó escrito que: “a fuerza de suplicas recibí el oficio, me lo metí en capilla, y al mirar una altura como de 20 varas y que llovían las piedras y algunas balas, no me resolví a bajar… No faltó quien hiciera este sacrificio de los del batallón, se amarró y descolgó y por más que gritaba que no lo mataran, ya llegó muerto abajo”.

La turba entra en la Alhóndiga

El valiente mayor Berzábal, viendo que la puerta de la Alhóndiga ardía, juntó a los soldados que pudo y los formó frente al cubo de la entrada; consumida ésta por el fuego a las 3:30 de la tarde, y tratando de precipitarse hacia adentro el pueblo, Berzábal ordenó una descarga cerrada, con lo que cayeron muchos de los insurgentes, pero el empuje de los de atrás llevaba hacia adentro a los que quedaban adelante, pasando por sobre muertes, heridos y vivos en pie de defensa; llenándose luego de asaltantes el patio, escaleras y corredores de la alhóndiga.

Berzábal con pocos soldados y civiles que le quedaban se retiró a uno de los ángulos del patio, defendiéronse como fieras acosadas, protegiendo siempre a las banderas de su batallón que portaban los abanderados Marmolejo y González; pero habiendo caído muertos éstos, Berzábal recogió los estandartes y teniéndolos abrazados con el brazo izquierdo, se defendió con su espada, pero rota ésta, siguió su defensa con una pistola, hasta que cayó muerto, herido por muchas lanzas, pero sin haber soltado sus banderas que había jurado defender.

La puerta ardió y pronto se consumió, lo que permitió entrar a los insurgentes a la fortaleza y realizar terrible y despiadada matanza de culpables e inocentes, de malos y buenos, de injustos y justos, apoderándose de los muchos valores que había en sus trojes.

De la Alhóndiga cundieron los sacrificados y despojos por toda la ciudad y pueblos mineros cercanos. Los más beneficiados con estos hurtos, fueron los componentes de la plebe, como se les decía, minera de Guanajuato, pues ellos sabían donde estaban y las cuantías de los tesoros.

Masacran con saña a españoles

Un testigo presencial escribió: “Los agarraban y mataban a puñaladas, garrotazos, y algunos los pasaban con sus mismos sables y espadas. Los veían desnudar después de muertos y algunos aún no acababan de espirar cuando ya estaban encuerados.

… Ni por los nuestros, ni por los insurgentes se disparó un tiro, ni la apretura de la gentulla que no cabían parados, lo podía permitir….

“Salí por encima de todos los muertos que cubrían el patio, y no se contaban hasta la esquina de Granaditas, y tan hechos pedazos estaban, especialmente las cabezas, que ni uno puede conocer, siendo cierto que los más eran amigos conocidos”.

En la cercana hacienda de Dolores, los defensores, que eran puros peninsulares, intentaron salvarse saliéndose por una puerta posterior que daba al río de Cata, pero la encontraron ya tomada por los insurgentes, por lo que se replegaron hasta la noria de la hacienda, donde por ser una atalaya alta y fuerte, se defendieron hasta que se les acabaron las municiones, pero antes causaron gran mortandad en los atacantes, pues tan sólo el español Francisco Iriarte mató a 18 personas. Los pocos que se mantuvieron con vida cayeron o se arrojaron a la noria, pereciendo ahogados.

El interior de la Alhóndiga era todo gritos, pavor, sangre, pues dueños los insurgentes del edificio se entregaron a una despiadada matanza y robo, sin perdonar edad, sexo, condición. Los derrotados pedían clemencia y misericordia. Muchos jóvenes oficiales perecieron o fueron heridos, como Gilberto Riaño, José María y Benigno Bustamante. Muchos soldados del batallón de infantería fueron muertos, otros se pasaron a los insurgentes y otros quitándose el uniforme escaparon entre la muchedumbre. Murieron muchos españoles de los más acaudalados y prominentes vecinos.

Algunos españoles procuraron ocultarse en la troje número 21, donde estaba el cadáver del intendente Riaño y otros, pero descubiertos eran matados sin ninguna atención.

Fue muerto también un comerciante de nacionalidad italiana, de Apellido Reinaldi, que había ido a Guanajuato a vender mercancía, y junto con él fue matado su hijo de ocho años de edad, que los indios le estrellaron la cabeza contra el suelo enlosado y luego lo arrojaron desde el corredor de arriba al patio.

Todos los cadáveres fueron desnudados y sobre todo despojados de sus joyas y armas; por eso al encuerar el cadáver del peninsular José Miguel Carrica se le encontró el cuerpo lleno de silicios, y corrió la voz de que se había encontrado en gachupín Santo.

Los que fueron aprehendidos y aún estaban vivos aunque heridos, fueron desnudados y despojados de sus valores, luego atados con cuerdas y bien custodiados fueron sacados de la alhóndiga y obligados a caminar por la cuesta de Mendizábal, calles de Belén, Los Ángeles, Ensaye, Alonso y los Arcos, donde se encontraba la cárcel pública que estaba vacía, por haber puesto los insurgentes en libertad a los presos, donde fueron encerrados. Al hacer la anterior travesía sufrieron los insultos de una multitud desenfrenada que constantemente los amenazaba con matarlos.

En esa época se contó que para evitar la muerte, el capitán español José Joaquín Peláez, convenció a sus captores que Hidalgo ofrecía 500 pesos a quien se lo presentase vivo, y así logró ser llevado vestido y con más cuidado en aquel tránsito peligroso.

El pueblo entró a la alhóndiga y se dedicó al pillaje de los valores que allí había reunidos, y todo desapareció en unos momentos. Hidalgo quiso que se reservaran las barras de plata y el dinero acuñado para destinarlos a los gastos del ejército, pero no pudo evitar que lo tomara el pueblo, por lo que hubo necesidad de que se les quitaran por la fuerza.

Miembros humanos regados; inicia el pillaje

La Alhóndiga era el espectáculo más temible, pues todo era un total desorden; cadáveres desnudos ante los alimentos, sangre, miembros humanos, y vísceras por todos lados, ricas ropas hechas pedazos, archivos dispersos, maíz y otros comestibles tirados por doquier.

Los saqueadores luchaban unos contra otros hasta quitarse la vida, por la posesión del jugoso botín.

Posiblemente algún miembro del pueblo guanajuatense soltó la alma de que había fuego en las trojes y que llegando al almacén de la pólvora volaría el edifico y todo lo que había dentro; los venidos del Bajío se pusieron en fuga a pie o en caballos, tratando de alejarse de la Alhóndiga; entonces el pueblo de Guanajuato se entregó a sus anchas al saqueo.

A las 5:00 de la tarde terminó toda la resistencia de los atacados, y solo se oían disparos esporádicos de algunos que se defendían, como el español Ruymayor, que no dejó se le acercasen los aborígenes hasta que consumió su último cartucho.

A las 8 de la noche varias cuadrillas registraron las bodegas y no hallaron nada de valor y dos horas después llegaron dos sacerdotes a ministrar socorros espirituales a algunos moribundos.

En ese momento, 10 de la noche, las trincheras estaban desechas y con gran cantidad de muertos; alrededor de la Alhóndiga no se podía caminar por el número de cadáveres; aún humeaban los pedazos de la puerta quemada; el suelo del patio y pasillos era una maza resbaladiza de piedras, maíz, arroz, sal, azogue, manteca, sangre, vísceras humanas y otras cosas; las paredes tenían estampadas huellas de manos ensangrentadas; en las escaleras era imposible subir o bajar por la cantidad de muertos y sangre; todas las puertas de las trojes tenían las chapas arrancadas bruscamente; los cadáveres, incluyendo el del intendente, estaban en cueros e irreconocibles de desfigurados, y varios de estos estaban castrados salvajemente; algunas personas heridas habían sido desnudadas y llenas de aflicción esperaban por momentos la muerte.

Concluida que fue la batalla de la Ahóndiga, el estandarte que tenía pintada la imagen de la Virgen de Guadalupe y que desde Atotonilco traían los insurgentes, lo llevaron al templo parroquial e hicieron un vuelo general de campanas, en muestra de triunfo y júbilo.

Los muertos habidos en la toma de la Alhóndiga se calculan por parte de los insurgentes en tres mil individuos; cifra muy difícil de probar pues se dice que se tuvo la intención de ocultar el número y por lo tanto en la noche del día 28 los sepultaron en el lecho del río de Cata.

Soldados de los regimientos que había en Guanajuato murieron como 200, y 105 españoles, casi todos ricos, aunque Liceaga sostiene que es probable que llegaran a 400 los españoles que perecieron en todo ese día.

Hasta el día siguiente, sábado 29, los cadáveres de los gachupines, desnudos fueron arrastrados de pies y manos y llevados a los cercanos camposantos de Belén y San Roque, donde fueron puestos bajo tierra, con la asistencia religiosa del capellán betlemita Fray Luciano de la Asunción. No se permitía ninguna muestra de compasión; a una mujer que manifestó condolencia al ver arrastrar el cuerpo muerto de un español, que posiblemente conoció en vida, le dieron una cuchillada en la mejilla

Era tanta la confusión, desesperación, desorden y temor que reinaba en la Alhóndiga, que más de alguno tomaba sus últimas disposiciones de su vida, como ésta:

“Sra. Doña Gertrudis de Aedo de Larrazábal.

Urgente.

“Acaban de matar al intendente Riaño de un balazo que le dieron en la cabeza y estamos muy afligidos porque no hay persona que pueda mandar este fuerte; de los que estamos encerrados unos quieren que mande Don Diego Velázquez, otros que el Capitán Palencia, y yo y D. Juan y Mendizábal queremos que mande Ortuño, no sé qué sucederá.

“Hay muchos indios rodeándonos, el cerro de enfrente está coronado de indios y aunque tenemos mucho parque y comestibles, ya se están acobardando todos por la muerte del Intendente, hay confusión y alarma. Yo creo que si se nos meten al fuerte nos matan a todos, porque somos muy pocos y los indios muchos, muchos.

“Tengo presentimiento de que me van a matar, y te escribo esta carta para recordarte lo que te dije antes de anoche, antes de venirme al fuerte: de mis negocios ya sabes todo lo que me traje, en el baulito negro, todas tus alhajas y las otras onzas y escudos, de lo que estoy muy arrepentido. Algunos quieren hacer agujeros en el patio o en otras partes para enterrar alhajas; pero yo les digo que esto ya es inútil, porque si entran los indios son muy maliciosos, yo los he visto, si encuentran las señales de los hoyos y escarban y sacan todo.

“Ya te dije que en el secreto de la pared de la recámara que da al comedor quedaron diez mil pesos completitos, y que en el de arriba, que está en la pared de la sala, hay cerca de veinte mil, como diez y nueve mil ochocientos, y si me matan aquí, que es lo que sucederá, porque nos hemos quedado luego sin cabeza que dirija la defensa, puedes mantenerte, primero, con lo de la caja blanca que está debajo del canapé negro y encarnado, en mi cuarto; luego sigues con lo de la pared del secreto chico, aunque está más fácil de sacarse el dinero que está en el grande de la sala; pero procuras hacer todo con Rosales y que no lo sepan los dos mozos, ni las dos criadas menos, y sacas el dinero poco a poco y hasta que la necesidad te urja mucho, mientras ves qué haces para vivir, porque está el Reino muy revuelto ya y peor se va a poner en nuestra contra: ya se lo había yo escrito al Sr. Virrey y no quiso creerme.

“El cura es hombre vivo y astuto, y ahora tiene que ser audaz porque el perdiendo le cuesta tal vez la vida, por su gran temeridad de la voz de rebelión contra España.

“Si me matan avísales a mi hermano que está en Santander, y al tío que ha de estar ya en Madrid, para que ellos vengan y te recojan y te lleven a España, si el Reino sigue revuelto como va a suceder; dicen que los indios vienen decididos a morir matando: ya ves que han entrado a San Miguel el Grande y a Celaya y desde la hacienda de Burras nos han intimado ayer de rendición o muerte.

“No vayas a decirle a nadie de la mina que me hallé en el mes de Febrero de este año en el cerro de las “Tusas”, y que ya dicen de María Sánchez; ya te dije antes de anoche que tapé yo el día 8 de éste la boca de la mina y que me ayudaron a rodar las piedras y la tierra tu tío Cruz Aedo, Fermín y Luis Amescua, que son los únicos que me acompañaron siempre que fui a ese cerro; te dije que la boca-mina está tapada con una cruz de palos de mezquite muy gruesos, luego echamos tierra, nopales y palos chicos, piedras chicas y una muy grande como huevo está puesta en la orilla de señal, cerca del calicanto que eché en las aguas, cerca del arroyo para que no se metiera el agua, del lado donde se mete el sol y por la tarde entra hasta dentro; está a media ladera, cerca de un montecillo es de huizaches, cazahuates, nopales y uno que otro fraile que hay; ya te advierto que sólo ellos saben bien el camino y te mando que no destapen la boca de la mina porque está el Reino muy en nuestra contra.

“Si te vas a España con mi hermano no vuelvas, vendes todo lo que puedas y te callas de la mina hasta ver cómo se pone después el Reino.

“Ya hay mucha bulla y confusión, todos quieren mandar.

“Adiós te dice, tal vez para siempre, tu marido que pronto cree lo han de matar- Fernando de Larrazábal.

“Ya están haciendo agujeros en el patio para esconder las alhajas y los indios gritan mucho afuera”.

Información tomada Periódico AM

2 comentarios en “200 Años de la Toma de la Alhóndiga en Gto.”

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